Cap. I - En el Mar de los Sargazos
(de mi novela "Yo, Rodrigo de Siglos")
Nací en la ciudad mora (aún) de Granada hacia el año 1470
de nuestra era.
Tanto, y
desde crío, dime muestras de denodado arrojo y arrevesado coraje (cuentan) al enfrentarme a pedruscos (limpios) contra una soldadesca mozárabe (sarracena) que custodiaba a una
mezquita cercana a la Plaza de Armas, en el centro de la antiquísima villa
donde crecí.
“¡Santo Niño
de la Guardia!”, perorateaba el vulgo.
Osada acción
que costole cárcel y fortuna a mis alelados
(tal galaicos) progenitores, por lo que no nos quedó más remedio que tomar las de Villadiego (¡no!), camino
al Guadalete (de nalgas).
“Te lo dije,
Albacete, el día que naciose: ese Rodrigo va a ser nuestra ruina”, maldecía mi
madre Arana (oíle). “Cierto, cierto, mi matronita, ni por un pelo te pelaste”,
respingó ya sin fuerzas mi afligido padre, arrastrando leve las piernas.
Desde
entonces, fui rebautizado con el odioso mote de Rodrigo Casco Duro (como piedra).
Y es que yo no
aguantábale moscas ni siquiera a la
abuela piadosa (materna), doña Elvira de Puentevedra (muy católica aquella), ni
a los otros relativos (desquiciados ya), quienes trataban de no apañarme (nin justificáronme antonces).
Tal, que enviáronme
-sin evasivas posibles- de interno al Monasterio de la Rábida, en Huelva (con
los monjes franciscanos), donde aplicóseme a rajatabla la ley del mazo y la tralla.
Tenía que
estudiar (y orar en cuclillas, de penitencia), a noche y día, la Biblia, ora antiguos
manuscritos y libracos consuetudinarios (en todas las disciplinas conocidas),
hasta sajar…
(...mientras aguardáis la esperanza
bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro Dios y Salvador
Jesucristo... / Tito 2:13)
Tras
infinitos meses (y meses, y meses) de reclusión, y ayunos (forzados), no
quedome de otra y huí, huí, huí (escapeme). Salté del acantilado (al Tinto).
Inequívoco,
en el lar pasmanse (¡Horror!,
arredraban).
Tan, volví a
mis andadas (o andanadas). A según.
Y agora pior (recrudecía)… Decían.
Al final, enroláronme
en la milicia (recién inaugurada).
Con la
promulgación de aquel histórico edicto por los reyes de León y Castilla -¡por
fin!, uf-, diez centurias de dominio morisco culmináronse en la Península, por
lo que había que poner en orden la casa
(esgrimiéronse).
Claro, allén también ingeniémelas para hacer fiel de las mías.
Y no fue a uno,
ni a dos, a quien birleme la sesera, fasta obligándole a unotro a lanzarse de un alto risco, dizque haciéndole creer que érase
un arcángel con alas (oh).
¡Mocedades
pérfidas!
Al final, no
hubo más remedio que encasquetarme “a
un tal Cristóbal (Colón) que dizque iba a atravesar el océano, porque la Tierra
era redonda”. ¡Vaya usted a saber, qué loco! (expelime entonces).
Tanto, más
loco yo era.
Y así las
cosas…
“¡Salimos deso!”, nomás resoplose (escuchela a) la vieja Erlinda (llamada de Raspa y
Zurra), en la rampa (roída) del puerto de Palos de la Frontera, naquella tórrida tarde de agosto del año
de 1492 en que las tres nombradas carabelas, la Pinta, la Niña y la Santa María
(abençoadas) zarparon hacia las
Indias de Oriente, surcando aquel tenebroso mar (denominado de Los Sargazos),
infestado de míticas creaturas y monstruos fabulosos (creyense pánfilos).
Al cabo de
varias leguas (marinas), reabastecímosnos en Las Canarias, enfilando rumbo al
oeste (franco).
Lóbrego
trecho.
“Y vieron -al firmamento- un ramo de fuego (¿extrañas luces, u
objetos?) que caía nel…”
Entanto, Colón revisaba sus cartas de
ruta, al amparo de un astrolabio -que chiflaba-, un candil y una lupa gruesa
(veíale), a veces agobiado, en su camarote (rancio).
(Un ejemplar del
Liber Consuetudinibus et Condicionibus
Orientalium Regionum -o Los Viajes de
Marco Polo-, traducido por Pipino, posaba sobre una...)
Versátil -y desde
el inicio de la travesía-, aquel reconoció en mí virtudes (innatas) de osado
marinete, y gran coraje. Ahun
renqueaba en rigor (admitía).
Tal, y en
breve tiempo (entendile), prodigome el aprecio (y apego) de un padre afectuoso
y dable (cual nunca tuve).
Quizás, otra
hubiese sido la historia…
So parloteábamos (demás), y de todo. De
todos modos, había que contrarrestar tan displicente (o latoso) itinerario de
viaje…
“Si Pitágoras,
y Parménides, y fasta Empédocles… (¡Cuánta
sapiencia!, exulté)… Y más luego el grande Aristóteles, al otear las estrellas tal diversas desde puntos tan distantes… Y
aquel, Ptolomeo (al ver elevarse las montañas desde el mar, al acercarnos), afirmaban
que la Tierra era redonda”, con erudición me argüía.
Y (lívido) observaba:
“Anaximandro, y Hecateo de Mileto erráronse…”
“(Falibles),
las historias conocidas de circunnavegación del África de los fenicios (durante
el reinado de Necao II)… O los estudios de Isidoro de Sevilla, y de Beda el
Venerable… Y…” (se extendía).
Parecíame
medieval aquiescencia…
(La toma de Constantinopla -por los
turcos otomanos, en 1453- y el subsecuente cierre de los estrechos del Bósforo
y los Dardanelos, obligó a los navegantes europeos -siempre tras mercaderías
raras e inapreciables especias- a buscar vías alternativas hacia el Catay)
“Conforme a
mis cálculos, deberíamos arribar a las Indias en…”.
Aquel explayose.
Mal, y al
cabo de tan inacabables días, la tripulación desesperaba.
Y hasta un
complot armose para detutanar al
Almirante, como se le reconocía a aquel. “Le
mosca la chaveta” (repetíase uno). Pos
“hay que zumbarle al agua, y virar de vuelta a España (¡A la madre España!),
que nos vamos (todos) a joder”, recuerdo arengáronse (un ápice desaforados).
Yo llamaba a
la calma. Y “Paciencia, paciencia”, imploreles.
Mas, y justo
esa mañana del 12 de octubre, un alférez de Triana (Sevilla) diose el (alegre) grito
de ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!
Nadie creía.
Tanto, un ave
trajo una hebra de palma (real), dejándola caer en la cubierta de aquel navío, agora atestada de jubilosos nautas (y hasta
convictos), do atestiguose.
Colón en sí
ni cabía.
Yo respireme.
Al tocar
aquella glauca (y ahora deslumbradora) tierra (Guanahaní), remembro Colón
bautizole San Salvador (por razones obvias aduje).
Ora -y tras un breve rastreo- no encontramos
apenas súbditos allén, por lo que
proseguimos a las demás islas de aquel archipiélago (adormilado) donde el oro y
las especias dizque corrían por sus torrentes
y manantiales, fasta vetas a flor de
tierra (preveyéronse algunos).
Delirábamos, antonces.
Luego dirigímosnos
a la hermosa isla de Cuba, ¡cautivante!
Grave, la
angurria era tan obtusa que, y haciendo caso adrede a rumores de sus
primigenios habitantes, destorcimos hacia la isla de Babeque (o Haití), donde
dizque encontraríamos el loro, digo el oro
por pila.
Yo (cauto),
dubitaba.
Aquel 5 de
diciembre en que las tres carabelas avistáronse el soñado paraíso -como escribiérase luego Colón en su legendario diario de
bitácora-, yo dormía a patas sueltas
(debajo), en mi camarote. “Nadie se muere a la víspera”, abrupto rezongueme, cuan inquirióseme poner de pies de cara
al alba.
Tal, y aún
soñoliento, asomeme a la proa de la nave Santa María.
Entonces, figuré a una nueva tierra que se abría
bajo mis plantas, y que al cabo arrobome por siempre (preconizaba).
Regodeeme yo.
Jo.
Sentíame
navío, y rey…
Ya embobados,
nin columbramos algún traído arrecife
que (escueto) perforó el casco bajo de aqueste
galeón (exhausto), dando al traste, yéndonos (¡terror!) a pique, sin mayores oquedades.
(¿Cantos de
sirenas?)
A nado (en bajamar), logramos alcanzar la
orilla. Entripaba, yo.
(Oh
embelesado) Atonteme…
La historia
apenas empezaba.
C.V.
No hay comentarios:
Publicar un comentario