lunes, 15 de junio de 2015


Cap. I - En el Mar de los Sargazos 
(de mi novela "Yo, Rodrigo de Siglos")




         Nací en la ciudad mora (aún) de Granada hacia el año 1470 de nuestra era.
       Tanto, y desde crío, dime muestras de denodado arrojo y arrevesado coraje (cuentan) al enfrentarme a pedruscos (limpios) contra una soldadesca mozárabe (sarracena) que custodiaba a una mezquita cercana a la Plaza de Armas, en el centro de la antiquísima villa donde crecí.
       “¡Santo Niño de la Guardia!”, perorateaba el vulgo.
       Osada acción que costole cárcel y fortuna a mis alelados (tal galaicos) progenitores, por lo que no nos quedó más remedio que tomar las de Villadiego (¡no!), camino al Guadalete (de nalgas).
       “Te lo dije, Albacete, el día que naciose: ese Rodrigo va a ser nuestra ruina”, maldecía mi madre Arana (oíle). “Cierto, cierto, mi matronita, ni por un pelo te pelaste”, respingó ya sin fuerzas mi afligido padre, arrastrando leve las piernas.
       Desde entonces, fui rebautizado con el odioso mote de Rodrigo Casco Duro (como piedra).
       Y es que yo no aguantábale moscas ni siquiera a la abuela piadosa (materna), doña Elvira de Puentevedra (muy católica aquella), ni a los otros relativos (desquiciados ya), quienes trataban de no apañarme (nin justificáronme antonces).
       Tal, que enviáronme -sin evasivas posibles- de interno al Monasterio de la Rábida, en Huelva (con los monjes franciscanos), donde aplicóseme a rajatabla la ley del mazo y la tralla.
       Tenía que estudiar (y orar en cuclillas, de penitencia), a noche y día, la Biblia, ora antiguos manuscritos y libracos consuetudinarios (en todas las disciplinas conocidas), hasta sajar…
       (...mientras aguardáis la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro Dios y Salvador Jesucristo... / Tito 2:13)
       Tras infinitos meses (y meses, y meses) de reclusión, y ayunos (forzados), no quedome de otra y huí, huí, huí (escapeme). Salté del acantilado (al Tinto).
       Inequívoco, en el lar pasmanse (¡Horror!, arredraban).
       Tan, volví a mis andadas (o andanadas). A según.
       Y agora pior (recrudecía)… Decían.
       Al final, enroláronme en la milicia (recién inaugurada).
       Con la promulgación de aquel histórico edicto por los reyes de León y Castilla -¡por fin!, uf-, diez centurias de dominio morisco culmináronse en la Península, por lo que había que poner en orden la casa (esgrimiéronse).    
       Claro, allén también ingeniémelas para hacer fiel de las mías.
       Y no fue a uno, ni a dos, a quien birleme la sesera, fasta obligándole a unotro a lanzarse de un alto risco, dizque haciéndole creer que érase un arcángel con alas (oh).
       ¡Mocedades pérfidas!
       Al final, no hubo más remedio que encasquetarme “a un tal Cristóbal (Colón) que dizque iba a atravesar el océano, porque la Tierra era redonda”. ¡Vaya usted a saber, qué loco! (expelime entonces).
       Tanto, más loco yo era.
       Y así las cosas…
       “¡Salimos deso!”, nomás resoplose (escuchela a) la vieja Erlinda (llamada de Raspa y Zurra), en la rampa (roída) del puerto de Palos de la Frontera, naquella tórrida tarde de agosto del año de 1492 en que las tres nombradas carabelas, la Pinta, la Niña y la Santa María (abençoadas) zarparon hacia las Indias de Oriente, surcando aquel tenebroso mar (denominado de Los Sargazos), infestado de míticas creaturas y monstruos fabulosos (creyense pánfilos).
       Al cabo de varias leguas (marinas), reabastecímosnos en Las Canarias, enfilando rumbo al oeste (franco).
       Lóbrego trecho.
        “Y vieron -al firmamento- un ramo de fuego (¿extrañas luces, u objetos?) que caía nel…”
       Entanto, Colón revisaba sus cartas de ruta, al amparo de un astrolabio -que chiflaba-, un candil y una lupa gruesa (veíale), a veces agobiado, en su camarote (rancio).
       (Un ejemplar del Liber Consuetudinibus et Condicionibus Orientalium Regionum -o Los Viajes de Marco Polo-, traducido por Pipino, posaba sobre una...) 
       Versátil -y desde el inicio de la travesía-, aquel reconoció en mí virtudes (innatas) de osado marinete, y gran coraje. Ahun renqueaba en rigor (admitía). 
       Tal, y en breve tiempo (entendile), prodigome el aprecio (y apego) de un padre afectuoso y dable (cual nunca tuve).
       Quizás, otra hubiese sido la historia…
       So parloteábamos (demás), y de todo. De todos modos, había que contrarrestar tan displicente (o latoso) itinerario de viaje… 
       “Si Pitágoras, y Parménides, y fasta Empédocles… (¡Cuánta sapiencia!, exulté)… Y más luego el grande Aristóteles, al otear las estrellas tal diversas desde puntos tan distantes… Y aquel, Ptolomeo (al ver elevarse las montañas desde el mar, al acercarnos), afirmaban que la Tierra era redonda”, con erudición me argüía.
       Y (lívido) observaba: “Anaximandro, y Hecateo de Mileto erráronse…”
       “(Falibles), las historias conocidas de circunnavegación del África de los fenicios (durante el reinado de Necao II)… O los estudios de Isidoro de Sevilla, y de Beda el Venerable… Y…” (se extendía).
       Parecíame medieval aquiescencia…
       (La toma de Constantinopla -por los turcos otomanos, en 1453- y el subsecuente cierre de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, obligó a los navegantes europeos -siempre tras mercaderías raras e inapreciables especias- a buscar vías alternativas hacia el Catay)
       “Conforme a mis cálculos, deberíamos arribar a las Indias en…”.
       Aquel explayose.
       Mal, y al cabo de tan inacabables días, la tripulación desesperaba.
       Y hasta un complot armose para detutanar al Almirante, como se le reconocía a aquel. “Le mosca la chaveta” (repetíase uno). Pos “hay que zumbarle al agua, y virar de vuelta a España (¡A la madre España!), que nos vamos (todos) a joder”, recuerdo arengáronse (un ápice desaforados).
       Yo llamaba a la calma. Y “Paciencia, paciencia”, imploreles.
       Mas, y justo esa mañana del 12 de octubre, un alférez de Triana (Sevilla) diose el (alegre) grito de ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!
       Nadie creía.
       Tanto, un ave trajo una hebra de palma (real), dejándola caer en la cubierta de aquel navío, agora atestada de jubilosos nautas (y hasta convictos), do atestiguose. 
       Colón en sí ni cabía.
       Yo respireme.
       Al tocar aquella glauca (y ahora deslumbradora) tierra (Guanahaní), remembro Colón bautizole San Salvador (por razones obvias aduje).
       Ora -y tras un breve rastreo- no encontramos apenas súbditos allén, por lo que proseguimos a las demás islas de aquel archipiélago (adormilado) donde el oro y las especias dizque corrían por sus torrentes y manantiales, fasta vetas a flor de tierra (preveyéronse algunos).
       Delirábamos, antonces.
       Luego dirigímosnos a la hermosa isla de Cuba, ¡cautivante!
       Grave, la angurria era tan obtusa que, y haciendo caso adrede a rumores de sus primigenios habitantes, destorcimos hacia la isla de Babeque (o Haití), donde dizque encontraríamos el loro, digo el oro por pila.
       Yo (cauto), dubitaba.
       Aquel 5 de diciembre en que las tres carabelas avistáronse el soñado paraíso -como escribiérase luego Colón en su legendario diario de bitácora-, yo dormía a patas sueltas (debajo), en mi camarote. “Nadie se muere a la víspera”, abrupto rezongueme, cuan inquirióseme poner de pies de cara al alba.
       Tal, y aún soñoliento, asomeme a la proa de la nave Santa María.
       Entonces, figuré a una nueva tierra que se abría bajo mis plantas, y que al cabo arrobome por siempre (preconizaba).
       Regodeeme yo.
       Jo.
       Sentíame navío, y rey…
       Ya embobados, nin columbramos algún traído arrecife que (escueto) perforó el casco bajo de aqueste galeón (exhausto), dando al traste, yéndonos (¡terror!) a pique, sin mayores oquedades.
       (¿Cantos de sirenas?)
       A nado (en bajamar), logramos alcanzar la orilla. Entripaba, yo.
       (Oh embelesado) Atonteme…
       La historia apenas empezaba.

                                                                                                 C.V.

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