En la
ensenada ya (idílica), pudimos rescatar algunos atadijos, y provisiones (en baúles,
y cajas), o unotros enseres.
Luego
entereme que aquel territorio insular, al que Colón bautizole con el pomposo
nombre de la Hispaniola (o Pequeña España), estaba sub-dividido en cinco
grandes cacicazgos: Marién, Maguá, Jaragua, Maguana e Higüey, los cuales
estaban gobernados por reyezuelos
denominados caciques, pertenecientes a las diferentes tribus que coexistían (a
duras penas) naquel terruño.
Subsanada la
debacle, ya en tierra firme, de manera farto
efusiva (sorprendime) recibionos el cacique de Marién, Guacanagarix, y toda su alborotada
corte -ataviados de plumas, y flecos manidos, y en enaguas-, con alhajas -y corozos- y viandas (varias), otrora frutos
raros y coloridos (caimitos, hicacos, chirimoyas, mameyes…), y fasta pájaros (cacatúas, papagayos y
demás), congraciose (pretendía) con aquestos
que (dizque del cielo) aviniéronse.
“Estaba
escrito…”, (luego contaríanme) murmuraban por lo bajo.
Entanto, ofreciles (yo) -de untado- par
de cuentecillas vítreas (turquesa), y un espejillo cubierto en piel de cabra curtida
(¡maravilláronse!) que guardaba en mis holgados calzoncetes (muy mojados aún)…
¡Érase albor daquestos tiempos (modernos)!
Y con los
restos (maderos, y escombros) de aquella embarcación esmagada, y palos (de guayacán) de los alrededores, edificamos
aquel fortín (cual primacía) el día
de la Natividad del Señor (y ansí nombrámosle).
Los nativos
de aquesta isla, mayormente indígenas
taínos, de pacífico historial y
bonachona traza (exhaleme) -orgullosos descendientes de los originarios
arawacos venidos de Venezuela y las Guayanas-, dedicábanse a las actividades
agrícolas primarias, en sus conucos o en pequeñas plantaciones -tumba y quema,
o coa en mano-, así como a la caza y a la pesca con chinchorros (advertime).
Manque también eran habilidosos
talladores, alfareros, y hasta cesteros (entre henequén y cabuya) constataba…
Todo fue tan
púber (parecía).
Así, y exangüe
ya (tras las labores de construcción), adoseme a alguna vide de playa (a su sombra), y hasta el sol del otro día (relajanme, riense)…
Nese pábulo, Colón partió de nuevo a
España.
Y don Diego
de Arana -nada que ver con mi madrecita, pero- quedó de suplente, al frente de aquella
guarnición, simiente primigenia de la extinta villa de la Isabela.
Tal, y aprovechando
que salimos de tournée, un grupo (a
la sierra, cercana) -aún avistábanse las velas de la escuadra breve del
Descubridor, en lontananza-, cuan
hordas de indígenas caribes,
destruyéronse a aquella fortaleza (en andanadas, con flechas incendiarias y filosas
lanzas de punta de piedra). Asesináronse a todos. “¡Troglodíticos!”, vociferábame
yo a la vuelta.
(Oblivios), los sobrevivientes,
enterramos a los finados…
Al retornar
Colón, en su segundo viaje -viniendo desde Jamaica, y pasando por las islitas
Beata y Alto Velo-, ni amilanose.
(Ya) preparó
una expedición al interior, hacia las montañas, en busca del preciado mineral, y otras minucias
(comentome). Reapertrechado (ora) Virrey
de las Tierras Descubiertas y Almirante de la Mar Océana por los Reyes Católicos,
tenía órdenes expresas de… ¡Ah cobdicia
edulcorada!
Antonces, oíanse historias de alguna pequeña
aldea (legendaria), enclavada en un hermoso valle nel centro de la isla -allende a la Cordillera Madre-, y que como tal aún no ostentábase nombre, donde aquellos
indios escondíanse algún tesoro insondable (trascendiose)…
Ubicado en
las entretelas insulares del cacicazgo de Maguana, aquel villorrio caía bajo la
jurisdicción directa del temido cacique caribe
Caonabo, el cual (se dice) anexóselo arrebatándoselo a su par de Maguá, el
valiente Guarionex, mas eso no puedo arrizarlo.
De connotada gallardía
y raza, el mentado Caonabo poseía una
extensa prole que (y tal chismorreáronme) esparcíase cual si cerril verdolaga a
traviesa de sus dominios y aldeas adláteres. Aquesto, a pesar de haberse amancebado oficialmente con la bella Anacaona, hermana del cacique de Jaragua
nombrado Bohechío, y la cual rabiaba en
achares (palmario)... ¡Oh inicuas
lenguas!
Una tarde desas, mientras tomaba un baño de río (a solas), con mi casco (blasón)
y coraza (refulgentes) apilados a la orilla -aun mi espada desenvainada, bajo
el agua-, oíme aquel esmirriado chasquido
(como de bracteolas secas) tras los arbustos.
Soplaba un
céfiro leve (lembro)…
Al voltearme,
oteela a aquella (petrifiqueme).
Divagaba
(perdida)…
Tanto, viome.
(Cual mítico tritón),
mi “tez lucia, como la masa fresca de los anones del monte, y esputado torso cuan de pedernal (o silex)” (luego
contaríame), arrobola a aquella. Ya, náyade (o sílfide pos) extinta, de zaínas hebras o rafias, y tez cobriza, a semejanza de los cacaos (vestales) en
celo, embebiome al dolo.
Tras el doble
fulgurazo…
Aquesta (huraña), fuyose al bosque, despavorida.
Raudo, híceme
de mis vestiduras, y traté de seguirle el rastro.
Mas, ya fue
tarde.
La atarantada (zagala) corría, y aleaba a las algaidas endrinas de
aquel bosque recio y enmarañado, plagado (creíme) de aves zorzales y zarzamoras
(?).
Remontaba a.
(Desolado),
ni volví a verle. Olvidela (penseme).
No obstante,
y en mis ratos de ocio…
Cabreado el Almirante, por aquello de la
destrucción del fuerte, esperose el mínimo amago de rebelión para soltarle los perros (no mudos) a
esos infieles.
Así, cuan avizoráronse a la mentada aldea
(incólume), a lo lejos, nin titubeose
(encargome, comandaba yo). Irascible.
Aquel tiempo
(veleidoso) -agora brumoso, otrora
altisonante-, augurábase tormentas, hacia el oeste.
¡Cuan inédito lance!
A lo lejos, divisáronse
bandadas de caos (avecillas) pinaleros que circuncidaban el aire, por demás
enrarecido.
El yucayeque dormía…
De súbito, un
procaz estruendo -a urdir, de empírea traza-, inundó a aquella bonancible
estancia, espantando a los pájaros clarines de garganta rufa que (azogados) fuyéronse ante el bestial apremio.
¡Rolliza fauna!,
acoteme.
Y al mando de
tal barbárica caballería, irrumpimos naquel
agora soliviantado pueblillo, y salvajes destruímos, y
saqueamos (inmisericordes) todo a nuestro paso.
Cuanta saña
(deploro hogaño).
(¡Oh San
Caralampio!)
Vano, un fotuto de lambí mugiose… oí extinguía, de
baque…
(¡Huesque, huesque!)
Muitos, aterrorizados, escabulliéronse
despavoridos hacia el monte y arboleríos cercanos, tratando de resguardar el pellejo.
El incendio era
total. Y la fiera gazuza áurea (¡oh
capital vileza!), demoledora. Agora
renegaba (a más)…
Al lomo de mi Rutilante -debutante nestas
gredas-, enfílé en dirección al bosque (ensoberbecido yo), atezaba el paso. Ya
en un (tris) santiamén, encastré a aquel par (a mis anchas).
Alguna
desfalleciose (pareciome). Y trémula vile encomendarse a Yocahú, su dios (repetía, y conturbábame)…
Amén, ¡reconocila!
Reprendime: “¡Era ella! ¡Era ella! ¡Era ella!”
Aquella enmudeciose
al trismo.
De inmediato,
ordené detener la refriega y… “¡Alto al fuego! ¡Alto al fuego!”, gruñiles desaforado.
Los demás
soldados, aturdidos, acaso ni (lo) comprendían.
Vallada ya,
la escaramuza aplazose. Y las llamas
contuviéronse (lelas), con agua del cielo (jarineaba antonces)...
Luego díjome
su nombre: Ananí. Que en lenguaje aborigen significa Flor de Aguas.
Como tal
(explicome), aquella había sido alumbrada a orillas del arroyo grande que
circunvalábase a aquel bucólico caserío. Cierto, la disparidad lingüística
nunca fue óbice.
Tan, renací
yo, a su vera...
Ananí, o Flor de Aguas -o como prefiráis
nombrarle-, había crecido correteando y auscultando las lucidas praderas y recónditos breñales de la zona, compitiendo en perspicacia
y galanura con la ubérrima naturaleza que le circundaba (glosaban).
Así, y de extraordinarias
dotes humanas e intelectuales orlada, dilucidábase entresijos, o procreaba
vocablos ingeniosos, por su onomatopeya. Y hasta arbitrábase a favor de los más
débiles, en el Consejo de los Venerables
(o algo así).
Aquel día en
que viome por vez primera (contome), cuan
retornose a la villa en tedio don moraba,
apenas mencionó lo ocurrido.
Remedáronse, tos.
Tal veíasele suspirar entre las piedras
(descomunales), junto a la ría, como alma en desahucio… Expiose (a fe).
“Ni siquiera batú o pelota de los montes -sin manos y
sin pies, mas con cabezas, con señas describía la tía Onaida- vieron jugose,
como usual acostumbraba. Nin
participaba en los hieráticos ceremoniales que la colectividad prolijaba a sus
cemíes (ídolos) y deidades, o contimás,
apilados al caney (bohío principalísimo) del padrote sacro”, conciso añadía.
Antonces pifiaban: “Ha de ser la
pubertad” (jo arrimaba la hermanastra
a su adobado duho).
“O quizás fuele
un embrujo que le echaron”, murmuráronse (ingenuos, muy) unotros.
Y al behique de la tribu la llevaron. Aquel,
como poseso (o ralo, cuentan) -cachimbo
en boca, montado-, rociole con un ramo de llantén y agua del río, “¡Benedicta!” exhalaba, y nada.
Tan, la madre
diole baños de higüero con pétalos de
rosas Bayahibe (de acá traídas), y hasta areítos
danzaron (a su derredor), mas ni ansina.
¡Cuanta
inútil parafernalia!, expreseme.
Demás, todos erranse. Si era del mal de amor lo
que Ananí padecía. Y para eso solo el amor, y apenas el amor, motriz del cosmos -sin más sinónimos-, y
no menjurjes ni tizanas (o brebajes) le aliviarían (atizaban).
(Ah...)
Y como ida, explayábase,
horas hueras, tendida en su sórdida hamaca. Hilvanando sueños de la montaña
y sus sigilos…
Contaban.
(Tanto), fue cuando
ocurrió el desaguisado.
Empero,
aquello era agua pasada (agraz).
Ya, los (sacros)
esponsales -cual supuse la regla- celebráronse sucintos.
Oh, convencile
al resto (¡ah osadía!). Y en connivencia con la eufórica (e híbrida) clerecía…
Don, acudiéronse nitaínos (nobles), y fasta naborias (labradores), tantos. Toda
la comarca compareciose a tan singular y heterodoxa homilía.
Y por
supuesto, de mi bando, escuderos, alabarderos, truhanes, y demás, asistiéronse en
lacónico tropel al casamiento. Mal, el Almirante no gustaba destos guateques… (¡Majaderías!, bufaba).
(Afiucio oy).
Aún Ananí, era
ahora rebautizada con el también propicio
nombre cristiano de Constanza.
Iniciábase entonces un proceso de evangelización que no culminaría ni con la
Conquista (teoriceme).
El velado regocijo
descollose bacanal. Y el pan de cazabe (de yuca) adobado rodó, y hasta siropes y
extractos varios, y viandas -mahiz,
mapuey, batatas y más-, manjares de dioses, del mar y los manglares, y de las
lomas (proclives)...
Y al
ofertorio, ¡ni cuánta gente!, arrumbanse...
Válgame deciros, ¡enjundioso! Sobreseía.
(¡Vihuelas!, ¡panderos,
laúdes, maracas!)
Ananí y yo, delirábamos.
(Aun el
destino tejía otros rumbos)
Caonabo
enfurecido, tarde enterose…
C.V.
C.V.
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